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Disgrafía. Imagen tomada de internet.
La culpa la tuvo aquel punto y seguido. Alguien debió dejarlo ahí, sobre el atril, no se sabe si olvidado o adrede. El caso es que conforme fueron avanzando las palabras del discurso inaugural, las frases iban tropezando con él. Al principio nadie se dio cuenta, ni tan siquiera la propia oradora, pero con el tiempo, la disertación empezó a entrecortarse unas veces, y a atropellarse otras, de manera que algunas palabras terminaron por hacer grupos incomprensibles a la razón, oscuros a la vista, confusos al oído.
En pocos minutos aquel discurso tan bien articulado pasó a convertirse en un barullo de palabras que chocaban entre si y de las que, de vez en cuando, sobresalía una de entre las demás escoltada por signos de admiración; o de manera esporádica, algún signo de interrogación solitario que generaba alguna duda, pero que enseguida volvía a perderse sin respuesta entre aquel amasijo de vocablos que iban aumentando la presión acústica de la sala porque, como por todos es sabido, la intensidad de la energía acústica está relacionada de manera directa con el número y el peso de las palabras; y de manera inversa proporcional al volumen —espacial, claro está— donde se encierran.
Las primeras filas de la platea, de manera intuitiva, comenzaron a desalojar la sala sin orden ni concierto cuando vieron como el escenario se desbordaba con todas aquellas palabras que, al no conseguir superar el “dichoso” punto y seguido; salpicaban al respetable. Los vestidos de color blanco o pastel fueron los primeros en sufrir las consecuencias de aquellas salpicaduras porque quedaron como letras impresas sobre las telas; los de color negro, al igual que los fracs, no es que se salvaran pero sí es cierto que quedaron camufladas porque el discurso estaba escrito con tinta negra… quién sabe cuáles hubieran sido las consecuencias de haberlo escrito con tinta roja.
La teniente Eudoxia Praxiduelos —fuera de servicio aunque no por ello desarmada—, que presenciaba el acto desde la séptima fila tomó la decisión de imponer cierto orden castrense a pesar de no tener conocimiento alguno de letras —las malas lenguas dicen que tampoco de números—, quedando de inmediato enmudecida su propia voz por una rebelión solidaria de sus palabras autoritarias que, lejos de cumplir sus órdenes, se aliaron con el resto de palabras de la sala para fijarse sobre la tela de su vestido azul turquesa. Impotente por no hacerse oír, imponente por profesión; sacó del bolso su arma reglamentaria y disparó varias veces al aire como manda el reglamento con tan mala fortuna que alcanzó de lleno a la rectora magnífica de la U.P.V. Por desgracia, tras once días agónicos, el discurso quedó huérfano decidiendo retirarse de la oratoria y exiliarse en el último de los cajones de la mesa del despacho de su querida y amada rectora magnífica.