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La profesión de negro, además de poco reconocida, ha sido siempre peligrosa. Mis compañeros escritores utilizan este calificativo para ofenderme, pero yo no se lo tengo en cuenta porque sé que, aparte de decirlo porque el que más o el que menos todos han tenido que pasar por ello, lo hacen para trasladar en mí su pesadumbre, y tal vez podredumbre, de escritores frustrados.
Mi primer trabajo de negro fue para “Falín”, un compañero del colegio que, con doce años, todavía no sabía leer ni escribir porque su familia lo necesitaba para que metiera dinero en su casa. Se me ha ido el hilo… Reconduzco: “Falín” era el diminutivo de Rafael, no vayan a pensar cosas raras, por Dios, que éramos niños… bueno, no tanto. El caso es que esta criatura se había enamorado y necesitaba describirle a una niña con pocas palabras lo que sentía por ella, y que lo entendiera, así que, a cambio de un Jabato, me inventé unas palabras envueltas en una caligrafía de Rubio de esas que, en los meses de verano, me hartaba de practicar hasta la saciedad. Durante un par de meses la cosa funcionó: los compañeros del colegio fueron emparejándose gracias a mis notas de amor y mi colección del Jabato fue aumentando… gratis. Hasta que rompió la primera pareja y “Sentín” –que así se llamaba el despechado-, con sus cien kilos de convicción me invitó a devolverle el Jabato con intereses, es decir, toda la colección, incluso la comprada con mi asignación semanal. Lección aprendida.
Luego pasó el tiempo, el mundo creció y yo con él. Mi siguiente trabajo –este ya remunerado de verdad- fue hacer discursos de dimisiones. No era mal trabajo, no crean. Al principio me hacían sus encargos personas importantes que habían cometido un error y que su alto concepto de la responsabilidad les impedía continuar ejerciendo su profesión o gestión. Gente honrada, en definitiva. Pero con el tiempo, la moral y la ética profesional de esta gente cada vez se fue volviendo más laxa, hasta que cuando vine a darme cuenta estaba escribiendo discursos de dimisiones para políticos, es decir, en el paro… Moraleja: no trabajar con sinvergüenzas.
No pasó mucho tiempo hasta que a mi puerta llamó –por recomendación de algún cliente bien agradecido de la etapa anterior- el representante de la casa real. Querían que escribiera el discurso anual de nochebuena del rey. ¡Imagínense cuanta pasta! ¡Pues no, escribí uno y se acabó! No es que no les gustase, es que ya no volvieron a pedirme que escribiera otro porque ese sirvió de modelo para todos los discursos de todas las nochebuenas siguientes, pero de todas las casas reales europeas. Escuchen, escuchen y verán como todos tienen la misma estructura gramatical… Conclusión: sinvergüenzas los hay hasta de regia cuna.
No hay mal que por bien no venga y, como otro jefe de estado más que es, fui llamado por el del Vaticano: el Papa quería que le escribiera el discurso de año nuevo. Estaba ya harto del tradicional “Urbi et Orbi” y quería darle a la Iglesia una proyección mucho más moderna y acorde con los tiempos. El trabajo fue realizado y entregado en el plazo estipulado, pero –siempre hay un pero con la Iglesia- no cobrado, porque fui “instado” a donarlo a obras benéficas. “La palabra del representante de Dios en la Tierra no puede mancillarse con oro…, no adorarás falsos dioses…, Nuestro Señor será tu único Dios… La recompensa de los Hombres buenos es el Cielo…”, y otra retahíla de frases que no recuerdo, pero que el nuncio pontificio no dudó en decirme mientras el sello de treinta quilates de su mano me deslumbraba. Con, de, para, por la Iglesia; ¡Nunca más!
Harto de tener que lidiar con el sector más rácano de la sociedad me ofrecí a quien consigue más dinero rápido-y-legal en estos días, es decir, modelos y futbolistas –los nuevos dioses del Olimpo-. El negocio iba sobre ruedas, sobre ruedas de prensa me refiero. Los futbolistas y las modelos necesitan alguien para informar que abandonan su profesión, pues tanto tiempo dedicado a cultivar sus cuerpos les ha impedido cultivar la cabeza; excepto algún caso, que lo hay. El problema surgió cuando empecé a darme cuenta de que ¡están emparejados entre ellos! Temeroso de quedarme, otra vez, sin mi colección de El Jabato, huí despavorido.
El siguiente paso fue el de las autobiografías, o biografías autorizadas, como me explicó una vez un buen cliente que era lo que significaba “autobiografía”. Sin problema: el cliente siempre tiene la razón; y más razón tendrá cuanto más dinero ponga sobre mi mano. Siempre eran personajes mediáticos, erísticos de barrio y como quiera que el medio más poderoso es la televisión, y esta genera mucho dinero, eran buenos clientes. La mayoría de ellos hacían su primera biografía a los veinte añitos, y la segunda a los treinta; era un chollo, puesto que cada diez años tenía trabajo seguro. Tan sólo se trataba de tener diez clientes y a esperar… que pasaran los años. Pero me harté, y mucho. Tuve que tragar tanta petulancia que aquello me afectó las tripas hasta tal punto que, cada vez que me ponía frente a uno de estos personajes vacíos a escuchar sus vacías vidas, mis intestinos manifestaban su derecho a vaciarse también, y me pasaba mas tiempo en sus aseos con sus sanitarios de porcelana que en sus salones con ellos. Todo aquello concluyó con medio colon, mi colon, sobre la mesa del quirófano.
Ahora me dedico a las esquelas y a los epitafios. Las esquelas siguen siendo aburridas por solemnes e institucionales, pero se pagan muy, pero que muy bien. Mientras que los epitafios suelen ser más económicos y mucho más divertidos. El cliente siempre paga por palabras; siempre se lleva en secreto, lo que es una ventaja frente a los familiares hasta que aparece en la lápida; y lo más importante: el cliente nunca se arrepiente, por lo que mi colección de El Jabato está a salvo.